Sobre racionalidad, política pública, humanos y “econs”.

Los seres humanos somos complicados. Hay ocasiones en las que no entendemos el porqué de nuestras acciones y decisiones. Es por ello que una de las principales aportaciones de la economía del comportamiento es el aceptar y sobre todo estudiar dicha complejidad.

La economía tradicional nos considera individuos racionales. Esta supone que somos tomadores de decisiones que maximizamos nuestra utilidad, tenemos actitudes constantes ante el riesgo e incertidumbre, ponderamos efectivamente las variables presentes en cada decisión, entre otras características.

Por otra parte, la economía del comportamiento nos ha mostrado desde hace ya varias décadas que la racionalidad es una condición ideal de los seres humanos, no una que se manifieste en la práctica. La economía clásica es prescriptiva, nos dice cómo deberíamos de comportarnos, mientras que la economía del comportamiento es descriptiva, nos explica cómo nos comportamos.

Justamente esta consideración es esencial en un contexto de políticas públicas y regulación. La construcción de respuestas gubernamentales para lograr objetivos públicos se hace tomando como base una apreciación fundada en la racionalidad. Estos mecanismos pueden ser planes, programas y proyectos, que tengan como objetivo mejorar el bienestar, preservar la eficiencia en algún sector de la economía o garantizar condiciones de seguridad, por mencionar algunos.

En esta lógica, en teoría, la existencia de castigos severos debería generar un mayor grado de cumplimiento con la ley, la provisión de espacios públicos debería de contribuir a una mayor integración comunitaria o bien el combate a la corrupción debería ser efectivo si gira en torno a mecanismos con suficiente capacidad de sanción.

No obstante, ¿qué pasa en la práctica que dichas medidas no necesariamente proveen los resultados esperados o solucionan coyunturas de raíz? En mi opinión es justamente el hecho que estas respuestas se construyen con una apreciación racional sobre los seres humanos. La economía del comportamiento nos ha mostrado que reaccionamos ante incentivos, riesgo e incertidumbre de formas muy distintas a la teoría económica convencional.

En política pública se percibe que la economía del comportamiento es útil para crear mecanismos de cambio de conducta que capitalizan sesgos y fallas cognitivas de los seres humanos. No obstante, otras de las lecciones de esta disciplina es el contrarrestar el uso de la racionalidad como eje rector en el diseño e implementación de políticas públicas.

Kahneman, Thaler, Sunstein, Ariely y otros más, han demostrado que las decisiones de los seres humanos son imperfectas. En este sentido, los mecanismos de gobernanza también deberían tomar esto en consideración, de lo contrario muy probablemente no serán efectivos.

Por otra parte, Martin Lodge y Kai Wegrich argumentan que muchas veces los creadores de política pública consideran tener una racionalidad superior a la del resto de la población. En vista de esta reflexión, habría que reconsiderar esta apreciación para recalcar que también los policy makers son vulnerables a las mismas fallas y sesgos cognitivos.

La economía del comportamiento es un aliado clave para fines de política pública y regulación. No sólo busca contribuir al entendimiento práctico de las respuestas gubernamentales, sino que también permite considerar las limitantes de mecanismos planteados en una racionalidad.

Quisiera cerrar esta reflexión con un argumento propuesto por Cass Sunstein. Según Sunstein, la política pública debe evolucionar por medio de la adopción de criterios empíricos que permitan informar el diseño, implementación y monitoreo de las mismas. La economía del comportamiento es justo la plataforma ideal para el desarrollo de esta nueva tendencia de política pública empírica, que al menos en otras latitudes ha logrado resultados sustantivos. Este es el momento de llevar a esta disciplina al siguiente nivel para fines de gobernanza tanto en México como en América Latina.

Carlos GarcíaComentario